Dolor y transmutación


“El placer puede tener exceso y ser malo; el dolor puede ser bueno en la medida en que el placer, que es una alegría, sea malo.”
Baruch de Spinoza Ética Proposición XLVIII

Descartados el mundo de las esencias y el finalismo, el de la alétheia y el fenómeno, el de la verdad divina y de los hechos de verdad de las ciencias positivas, el problema del dolor aparece ya no a la luz de la razón calculadora, sino en la rica oscuridad de lo complejo, como una presentación directa del devenir; es decir, como la irrupción de lo discontinuo y discontinuador, de lo intempestivo en medio del falso continuum al que denominamos realidad. Esto se traduce en las siguientes palabras: no sólo es necesario concluir con la interpretación tradicional del dolor para dar lugar a la posibilidad de transgredirlo, de transformarlo; sino que el dolor mismo, en tanto impensado, es destrucción de lo establecido. Menor consideración, sin embargo, merece su poder nihilizante, en tanto no prestemos atención a su potencia transformadora, aquella que dice “no” a la vieja antinomia entre determinado e indeterminado, para dar lugar a una potencia de diferenciación y a la diferenciación de la potencia. De allí parten innumerables interpretaciones que implican la creación de diversos modos existenciales. Pues la fuerza plástica del devenir no admite lo uno más que como nombre de lo múltiple y lo mismo como sinónimo de lo diferente. Se trata del poder de recuperar la sensibilidad, de transformar nuestras vidas, nuestro pathos, en vez de examinar la vida desde lejos y encontrarla culpable o intentar justificarla.
A grandes rasgos, podríamos señalar dos modos antagónicos de entender el dolor: el teleológico y el artístico: aquél que plantea: “serás lo que debas ser, o no serás nada” y aquél que le responde: “prefiero la ignorancia del porvenir”[1]. El que dice: "(…) Lo que sufrimos en esta vida es cosa ligera, que pronto pasa; pero nos trae como resultado una Gloria eterna mucho más grande y abundante. Porque no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve, ya que las cosas que se ven son pasajeras, pero las que no se ven son eternas... " [2] Y el que replica: “Yo he nacido de mi dolor” ”He elegido el dominio del dolor y la sombra, como otros han elegido el de la irradiación y la materia”…[3] Se trata de dos pathos y de dos ethos inconciliables: El dolor se interioriza o se exterioriza de acuerdo a la interpretación que de él hace, no un sujeto, pues éste no es más que una interpretación tardía de unas determinadas fuerzas en pugna; sino las fuerzas mismas que intervienen en esta lucha, en este acontecimiento que, más que fundador o fundante podríamos llamar diferenciante, pues la creación no es fundación sino diferenciación sin fundamento. La diferencia grita: "Yo. Antonin Artaud, soy mi hijo, mi padre, mi madre... y yo mismo, pero no entré en este mundo por las puertas de la matriz. Mi nacimiento ha sido una lucha horrible, una guerra espantosa, un pecado sin nombre. He nadado en un río de pus que no existía y que fue creado allí mismo y arrojado hacia mí para impedirme pasar. Y el cuerpo oscuro de esta humanidad quiso cerrar sobre mí su cicatriz cuando mi cuerpo estaba ya hecho y no había necesidad de nada ni de nadie sino de un poco de tiempo... para existir." El dolor se interioriza o se exteriorza; pero ello no implica que exista interioridad alguna independiente de su invención como simplificación reactiva del dolor. La interioridad es inventada con miras a justificar la existencia de un thélos, de un fin, de una finalidad más allá de esta vida, cuya realidad sería el hypokéimenon, el sustrato o el fundamento, una verdad invariable e inasequible, una justificación divina e inapelable del statu quo, cuya reificación debemos a la noción de culpa (me duele, entonces la vida es culpable y yo, en tanto vivo en ella, en tanto doliente, soy culpable de estar vivo), verdad que el dolor no posee en sí mismo y que se le adosa bajo el disfraz de la comprensión de lo incomprensible, cuyo aspecto más conocido es el de la venganza y la compasión. Pues, nada está establecido de antemano, el dolor como acontecimiento no puede ser lo establecido ni establecerse a no ser que ya no se trate de aquél acontecimiento sino de una apropiación y la creación posterior de una ficción. Y, sin embargo, no puede dejar de ser aprehendido, pues está allí, siempre, desde antes, en tanto acontecimiento, repetición en la que lo ficcional no es siempre idéntico, en tanto no sea cristalizado como statu quo, negando la repetición que acabará por borrarlo. El dolor como exterioridad pertenece al dominio de la póiesis, de la fabulación en sentido artístico. Liberada del yugo obturador de la ousía, de la causalidad y la categorización, la creación se encuentra a sí misma desde sí misma; esto es: como diferencia. Aún bajo el sesgo simplista de la anomalía, el dolor, la enfermedad, son objetos de una transmutación. Cuando los valores impuestos por la reacción son borrados, vemos allí la creación de nuevos valores, el surgimiento de nuevos modos existenciales, ya no “dolorosos” en el sentido que da la reacción a este término, Mysterium doloris, sino en un sentido nuevo: Eventum tantuum. Cito nuevamente a Artaud: “La enfermedad es un estado,/la salud no es sino otro,/más desagraciado,/quiero decir más cobarde y más mezquino.// No hay enfermo que no se haya agigantado,/no hay sano que un buen día no haya caído en la traición, por/ no haber querido estar enfermo, como algunos médicos que/soporté.// He estado enfermo toda mi vida y no pido más que continuar/estándolo.// pues los estados de privación de la vida me han dado siempre mejores indicios sobre la plétora de mi poder que las creencias pequeño burguesas de que: BASTA LA SALUD// Pues mi ser es bello pero espantoso. Y sólo es bello porque/es espantoso…”
En todas sus disciplinas, el tratamiento del dolor ha avanzado lo suficiente como para controlarlo y (en algunos casos) eliminarlo. La química hace, hoy en día, maravillas impensadas para otros tiempos; pero ¿cuál es la comprensión del dolor que se tiene hoy, hic et nunc? ¿No subsiste aún un resquicio de finalismo? ¿No seguirá existiendo mientras subsista la relación médico-paciente? ¿No tendrá que importar la medicina, como lo han hecho el arte, la ciencia y la filosofía, conceptos capaces de transformar su poder sanador? ¿Qué es el dolor, qué es estar sano, qué es estar enfermo? ¿Cuáles son los modos de existencia que se juegan detrás de estas categorías? Si, como ha dicho Foucault: "La vida y la muerte nunca son en sí mismos problemas médicos. Incluso cuando el médico, en su trabajo, arriesga su propia vida o la de otros, se trata de una cuestión de moral o de política". ¿No habrá que prestar oídos al devenir de los cuerpos, mucho más que a las nociones de causa-efecto en los que se los encierra? La pregunta está planteada.

Martìn Ayos. MMVIII
[1] Friedrich Nietzsche
[2] Corintios 5: 1-2
[3] Antonín Artaud

Sin cultura



De cara a la pregunta que nos convoca, mi interés se inclina hacia la posibilidad de contagiar o, por lo menos, sensibilizar a los asistentes a este encuentro en favor de una cierta vibración cuyo origen no es otro que su propio devenir, y su sentido la irrupción de su diferencia; repetición o insistencia, por demás incansables, de lo Otro en su más pura inmediatez; acción que no admite clasificación alguna, pues no descansa en la significación de su producción; sino que, al ser poiesis, es lo virtual-real, lo deviniente, tan inmediato al pensamiento y a la sensibilidad, como a-significante y extraño al saber y al poder.

Estas palabras, que, es cierto, dibujan una constelación conceptual; es decir, presentan una filosofía conocida ya, tanto por lo libertario de sus ideas como por la –permítaseme esta cacofonía tautológica- efectuación y contraefectuación de sus efectos[1], pretenden, con todo, más que orientar el debate hacia una presunta verdad, introducirnos en un ethos tan singular como enriquecedor, cuya ascesis es perseverar no tanto en una identidad o cohesión lógica u ontológicamente determinadas; sino en lo que Empédocles designaba como Filia, Spinoza como cupiditas, Nietzsche como Voluntad de Poder, Bergson como Impulso Vital, Deleuze como Deseo...

Con ello nos acercamos, por lo pronto, al ejercicio de una política: frente a la simplificación del estado de cosas, a sus códigos y normas, a sus definiciones y clasificaciones, la propuesta es concentrarnos en la complicatio, en la riqueza de aquello que constantemente se nos escapa y que no es sino nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento en lo que más tiene de vital y creador.

Ética, política y filosóficamente, planteo que existe una antinomia declarada entre la concepción de una nueva política cultural nacional y la polifonía deseante[2] de los devenires que se atraviesan, contagian y ramifican en lo que hay o puede haber de poiético[3] y autopoiético en un pueblo, cuya tendencia proteica, metamorfósica, no admite -a excepción de ser dominado o sojuzgado; es decir, de ser desprovisto de sí mismo-, formalización alguna. Lo esencial, como quería Bergson[4] es el punto de vista que tenemos a partir desde dónde nos situamos, teniendo en cuenta que existen dos alternativas posibles: pararnos en el estatismo, en la inmovilidad, o en el devenir. La impronta vital, deviniente, de la creación se pierde cuando nuestra consideración se basa mucho más en la techné que en la poiesis. La defensa a ultranza del statu-quo permite pronunciar el tomista “ars imitatur naturam, in quantum potest”, cuya raíz platónico-aristotélica nos limita a un modo trascendente de la experiencia, a un empirismo acomodado, a un sustancialismo feroz que no admite más variación que el aparente cambio de un estado a otro; es decir, la ultradeterminación teleológica del devenir.

Intentaré acercar lo más posible una cita de El Ser y la Nada, de Jean-Paul Sartre al sentido de esta ponencia. Es decir, intentaré que ésta y cuanto aquí se dice devengan, independientemente de sus devenires propios, pues considero que están en relación de una evolución a paralela[5], que multiplica su potencia desde sus diferencias respectivas: “(...)Ningún estado de hecho, cualquiera fuere (estructura política o económica de la sociedad, “estado” psicológico, etc.) es susceptible de motivar por sí ninguna acción. Pues una acción es la proyección del para-sí hacia algo que no es, y lo que es no puede en modo alguno determinar lo que no es. [6]” Luego Sartre agregará la nihilización correspondiente del estado de cosas, su ahuecamiento, su negación toda vez que este hacer libertario interviene. Y, en efecto, toda acción introduce una modificación del estado de cosas, es decir, su destrucción, paulatina o violenta, pues difiere de él en tanto el primero representa un presente solidificado a costa de reaccionar contra las fuerzas del tiempo, y el segundo, el tiempo en persona, el acontecimiento “que esquiva todo presente, porque está libre de las limitaciones de un estado de cosas, al ser impersonal y preindividual, neutro, ni general ni particular, eventum tantum.”[7]

La cultura pertenece al orden de lo general. Es garantida por unos universales que le sirven de sustento y la perpetúan. Estos universales determinan a priori la naturaleza del hacer del hombre, como si nuestro hacer fuera únicamente aquél que el hombre, la noción de hombre sostiene. ¡Como si las mujeres, los niños, la tierra, las estrellas, las piedras, el agua... no hicieran, como si hubiese la posibilidad de una creación independiente del mundo, del devenir y como si el hombre pudiera –en el sentido más fuerte de poder- dominarlo todo! Pero el hombre ha muerto[8]. Y ninguna exigencia deciomonónica podrá resucitarlo. La cultura no puede oponerse a los supuestos de la comunicación capitalista, pues los incluye y es su principal sostén, se ésta nacional o global, lo que supone es el mismo desarrollo espectacular[9], la supresión de la diferencia por medio del Saber o la idiotez. Lo General o lo masivo coinciden, no tanto en la eliminación del individuo, cuya existencia les sirve de apoyo y reflejo, cuanto de lo colectivo, de la produccción colectiva, cuya irrupción introduce fisuras a través de las cuales otros devenires han de colarse para suscitar acontecimientos capaces de multiplicar la creación de nuevos modos de existencia.

Quisiera instir en esto: es preciso atender a las fuerzas que palpitan en lo espóntaneo para acercarse a la creación popular. Lo popular es la mezcla, el acontecimiento. El saber es antipopular, pero hay en lo popular un savoir-faire que ningún saber puede captar. Éste se refiere al mundo, a la tierra, a los flujos de deseo que los atraviesan. No puede haber una política cultural nacional que garantice otra cosa que el espectáculo. Es decir que es necesario pensar en otro sentido, aprender a percibir la posibilidad de crear nuevos modos existenciales, nuevas singularidades-colectivas cuya potencia de libertad nos nutra y transforme. Lo demás corresponde a una instancia en la que el pensamiento y la sensibilidad se hallan fosilizadas, estancadas, con el consecuente peligro de que nuestras vidas se alejen cada vez más, en la mediación obligada del estatismo, de la vida misma, convierténdose en su propia negación. No es una política cultural nacional lo que hace falta, sino una micropolítica deseante, capaz de crear y autocrearse, constantemente, a cada golpe de sensiblidad, a cada asalto de pensamiento.

Martín Ayos.

Grupo Literario Estigia

Buenos Aires, 05 de julio de 2003.

[1] Me refiero al Acontecimiento tomado en el sentido que le otroga Deleuze en su Lógica del Sentido. Ver en especial la vigésimo primera serie: Del Acontecimiento.

[2] Adopto aquí el término que Guattari otorga a la subjetividad o a los procesos de subjetivación. Ver: Guattari, F. Caosmosis.

[3] Desearía detenerme en una posible aclaración acerca del modo en que uso estos términos. Pero ante la imposibilidad de hacerlo aquí, ruego, a quien le interese, remitirse a dos pequeños artículos míos publicados en La Unión Digital: Amor Sive Natura y Poiesis, Autogestión y Libertad.

[4] Ver: Bergson, H.: La evolución creadora, su crítica al estatismo de la inteligencia frente a un método intuitivo capaz de captar la duración en su sentido más pleno lo sitúa en lo que él denomina proceso cinematográfico cuyo procedimiento consiste en tomar instantáneas del devenir y deducir, a partir de allí, una presunta realidad, o mejor, irrealidad de las diversas metamorfosis.

[5] Ver Deleuze, G.-Parnet, C.: Diálogos.

[6] Sartre, J-P. El Ser y La Nada. Ed. Losada,BA, 1966.

[7] Deleuze, G. Lógica del Sentido. Vigésimo primera serie: Del Acontecimiento.

[8] Afortunadamente, Foucault tuvo el valor de formular este descubrimiento, cuyos efectos pueden seguirse en el brillante análisis del nihilismo que hace Maurice Blanchot en su libro El diálogo inconcluso. Y libera la experiencia del yugo de una mentalidad corta y burguesa, propia del hombre del siglo XIX.

[9] Recomiendo la lectura de Debord,G. La sociedad del espectáculo. En www.sindominio.net/ash