Sin cultura



De cara a la pregunta que nos convoca, mi interés se inclina hacia la posibilidad de contagiar o, por lo menos, sensibilizar a los asistentes a este encuentro en favor de una cierta vibración cuyo origen no es otro que su propio devenir, y su sentido la irrupción de su diferencia; repetición o insistencia, por demás incansables, de lo Otro en su más pura inmediatez; acción que no admite clasificación alguna, pues no descansa en la significación de su producción; sino que, al ser poiesis, es lo virtual-real, lo deviniente, tan inmediato al pensamiento y a la sensibilidad, como a-significante y extraño al saber y al poder.

Estas palabras, que, es cierto, dibujan una constelación conceptual; es decir, presentan una filosofía conocida ya, tanto por lo libertario de sus ideas como por la –permítaseme esta cacofonía tautológica- efectuación y contraefectuación de sus efectos[1], pretenden, con todo, más que orientar el debate hacia una presunta verdad, introducirnos en un ethos tan singular como enriquecedor, cuya ascesis es perseverar no tanto en una identidad o cohesión lógica u ontológicamente determinadas; sino en lo que Empédocles designaba como Filia, Spinoza como cupiditas, Nietzsche como Voluntad de Poder, Bergson como Impulso Vital, Deleuze como Deseo...

Con ello nos acercamos, por lo pronto, al ejercicio de una política: frente a la simplificación del estado de cosas, a sus códigos y normas, a sus definiciones y clasificaciones, la propuesta es concentrarnos en la complicatio, en la riqueza de aquello que constantemente se nos escapa y que no es sino nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento en lo que más tiene de vital y creador.

Ética, política y filosóficamente, planteo que existe una antinomia declarada entre la concepción de una nueva política cultural nacional y la polifonía deseante[2] de los devenires que se atraviesan, contagian y ramifican en lo que hay o puede haber de poiético[3] y autopoiético en un pueblo, cuya tendencia proteica, metamorfósica, no admite -a excepción de ser dominado o sojuzgado; es decir, de ser desprovisto de sí mismo-, formalización alguna. Lo esencial, como quería Bergson[4] es el punto de vista que tenemos a partir desde dónde nos situamos, teniendo en cuenta que existen dos alternativas posibles: pararnos en el estatismo, en la inmovilidad, o en el devenir. La impronta vital, deviniente, de la creación se pierde cuando nuestra consideración se basa mucho más en la techné que en la poiesis. La defensa a ultranza del statu-quo permite pronunciar el tomista “ars imitatur naturam, in quantum potest”, cuya raíz platónico-aristotélica nos limita a un modo trascendente de la experiencia, a un empirismo acomodado, a un sustancialismo feroz que no admite más variación que el aparente cambio de un estado a otro; es decir, la ultradeterminación teleológica del devenir.

Intentaré acercar lo más posible una cita de El Ser y la Nada, de Jean-Paul Sartre al sentido de esta ponencia. Es decir, intentaré que ésta y cuanto aquí se dice devengan, independientemente de sus devenires propios, pues considero que están en relación de una evolución a paralela[5], que multiplica su potencia desde sus diferencias respectivas: “(...)Ningún estado de hecho, cualquiera fuere (estructura política o económica de la sociedad, “estado” psicológico, etc.) es susceptible de motivar por sí ninguna acción. Pues una acción es la proyección del para-sí hacia algo que no es, y lo que es no puede en modo alguno determinar lo que no es. [6]” Luego Sartre agregará la nihilización correspondiente del estado de cosas, su ahuecamiento, su negación toda vez que este hacer libertario interviene. Y, en efecto, toda acción introduce una modificación del estado de cosas, es decir, su destrucción, paulatina o violenta, pues difiere de él en tanto el primero representa un presente solidificado a costa de reaccionar contra las fuerzas del tiempo, y el segundo, el tiempo en persona, el acontecimiento “que esquiva todo presente, porque está libre de las limitaciones de un estado de cosas, al ser impersonal y preindividual, neutro, ni general ni particular, eventum tantum.”[7]

La cultura pertenece al orden de lo general. Es garantida por unos universales que le sirven de sustento y la perpetúan. Estos universales determinan a priori la naturaleza del hacer del hombre, como si nuestro hacer fuera únicamente aquél que el hombre, la noción de hombre sostiene. ¡Como si las mujeres, los niños, la tierra, las estrellas, las piedras, el agua... no hicieran, como si hubiese la posibilidad de una creación independiente del mundo, del devenir y como si el hombre pudiera –en el sentido más fuerte de poder- dominarlo todo! Pero el hombre ha muerto[8]. Y ninguna exigencia deciomonónica podrá resucitarlo. La cultura no puede oponerse a los supuestos de la comunicación capitalista, pues los incluye y es su principal sostén, se ésta nacional o global, lo que supone es el mismo desarrollo espectacular[9], la supresión de la diferencia por medio del Saber o la idiotez. Lo General o lo masivo coinciden, no tanto en la eliminación del individuo, cuya existencia les sirve de apoyo y reflejo, cuanto de lo colectivo, de la produccción colectiva, cuya irrupción introduce fisuras a través de las cuales otros devenires han de colarse para suscitar acontecimientos capaces de multiplicar la creación de nuevos modos de existencia.

Quisiera instir en esto: es preciso atender a las fuerzas que palpitan en lo espóntaneo para acercarse a la creación popular. Lo popular es la mezcla, el acontecimiento. El saber es antipopular, pero hay en lo popular un savoir-faire que ningún saber puede captar. Éste se refiere al mundo, a la tierra, a los flujos de deseo que los atraviesan. No puede haber una política cultural nacional que garantice otra cosa que el espectáculo. Es decir que es necesario pensar en otro sentido, aprender a percibir la posibilidad de crear nuevos modos existenciales, nuevas singularidades-colectivas cuya potencia de libertad nos nutra y transforme. Lo demás corresponde a una instancia en la que el pensamiento y la sensibilidad se hallan fosilizadas, estancadas, con el consecuente peligro de que nuestras vidas se alejen cada vez más, en la mediación obligada del estatismo, de la vida misma, convierténdose en su propia negación. No es una política cultural nacional lo que hace falta, sino una micropolítica deseante, capaz de crear y autocrearse, constantemente, a cada golpe de sensiblidad, a cada asalto de pensamiento.

Martín Ayos.

Grupo Literario Estigia

Buenos Aires, 05 de julio de 2003.

[1] Me refiero al Acontecimiento tomado en el sentido que le otroga Deleuze en su Lógica del Sentido. Ver en especial la vigésimo primera serie: Del Acontecimiento.

[2] Adopto aquí el término que Guattari otorga a la subjetividad o a los procesos de subjetivación. Ver: Guattari, F. Caosmosis.

[3] Desearía detenerme en una posible aclaración acerca del modo en que uso estos términos. Pero ante la imposibilidad de hacerlo aquí, ruego, a quien le interese, remitirse a dos pequeños artículos míos publicados en La Unión Digital: Amor Sive Natura y Poiesis, Autogestión y Libertad.

[4] Ver: Bergson, H.: La evolución creadora, su crítica al estatismo de la inteligencia frente a un método intuitivo capaz de captar la duración en su sentido más pleno lo sitúa en lo que él denomina proceso cinematográfico cuyo procedimiento consiste en tomar instantáneas del devenir y deducir, a partir de allí, una presunta realidad, o mejor, irrealidad de las diversas metamorfosis.

[5] Ver Deleuze, G.-Parnet, C.: Diálogos.

[6] Sartre, J-P. El Ser y La Nada. Ed. Losada,BA, 1966.

[7] Deleuze, G. Lógica del Sentido. Vigésimo primera serie: Del Acontecimiento.

[8] Afortunadamente, Foucault tuvo el valor de formular este descubrimiento, cuyos efectos pueden seguirse en el brillante análisis del nihilismo que hace Maurice Blanchot en su libro El diálogo inconcluso. Y libera la experiencia del yugo de una mentalidad corta y burguesa, propia del hombre del siglo XIX.

[9] Recomiendo la lectura de Debord,G. La sociedad del espectáculo. En www.sindominio.net/ash

No hay comentarios: